viernes, 24 de diciembre de 2010

Gracias.

La suave brisa que escapa con tu risa acaricia mi mejilla, convirtiendo mis latidos en escalofríos que recorren mi sistema nervioso a una velocidad vertiginosa.
Mis mejillas adquieren un color escarlata, consciente de que has notado el temblor que me ha invadido sin previo aviso.
Tú y yo somos distintos. Y es gracias a eso que nos soportamos.
Ese brillo en tus negras pupilas rodeadas de un iris marrón-verdoso tan lleno de vida como las arrugas que se forman en la comisura de tus labios cuando me aseguras que me quieres.
Tus manos se pasean por mi espalda con cuidado, pidiendo mi permiso con la mirada antes de abrazarme con precaución, tratando de no estropear el momento.
Gritamos, descompuestos ante la opción de que este amor acabe alguna vez, perdiéndose en la densidad de la niebla que es el olvido. El temeroso pánico se abre paso en nuestra confusa pelea, mezclando odio y amor, borrando la fina línea que separa ambas emociones.
No dudo en ningún momento los sentimientos que tienes hacia mí. No lo hago, porque sé fijarme en detalles que nadie más captaría.
Sé cómo permaneces estático, observándome mientras brillo bajo la luz del sol, eternamente prisionera de tu sonrisa. Mientras yo vago errática en el pasillo de la perdición, tú me cuidas, procurando que nada ni nadie me haga daño.
Una vez te confesé que mis sentimientos por ti no eran eternos. Eran presentes, y eso era lo importante.
Hoy, no sé que será de estas extrañas emociones que provoca tu voz y tu aliento.
Sólo sé que no quiero que dejes de amarme tal y como lo haces, con tus virtudes y tus defectos.
Porque yo te quiero al completo.
No importa cuántas veces caiga; tú siempre consigues alzarme.

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